viernes, 12 de junio de 2009

La celebración II

El motivo del viaje de V. era ir al bautismo de la sobrina (mejor conocida como “tía”). El motivo del mío era evitar que se transformara en una película de Tarantino. V. se había quedado oportunamente afónica, pero aún así existía peligro.
El domingo amaneció soleado. Me despertó el ejército de mozos que preparaba las mesas en el quincho. Eso y los tacos de la madre de mi amiga que ya a las nueve estaba preocupada de que llegáramos tarde a la misa de las doce y media.

Madre de V. (a su marido)
Vamos, vamos, el padre Benito ya debe estar en la parroquia. No lo podemos hacer esperar. Te dejé toda la ropa arriba de la cama. Los zapatos están en el pasillo. No salgas sin peinarte.

Debo haber hecho algún gesto, involuntario, porque me explicaron:

Hermano de V.
El papá no se viste si ella no le dice que ponerse. (Vale aclarar que “el papá” tiene una empresa exitosa con proyección regional). El mes pasado tuvieron un cumpleaños de quince. La mamá le eligió toda la ropa y se la dejo preparada, solamente se olvidó de dejarle las medias. Llegó a la fiesta con los zapatos, pero sin las medias.

La misa duró una hora y media. Participó toda la familia, menos mi amiga. Cantaron, leyeron, auxiliaron al Padre Benito. Me paré y senté decenas de veces.
Hubo un coro de monjas de rostros sorprendentemente jóvenes. Estuve todo ese tiempo pensando en cómo sería la vida de esas chicas. A los diez años quería ser monja. A esa edad no entendía muy bien qué era eso de la castidad, y lo de la pobreza no me era tan ajeno, pero rápidamente sospeché que yo no iba a poder con eso de la obediencia.

En la puerta de la capilla, me presentaron a la cuñada de V. Frente a mí estaba una rubia platinada, con pantalones blancos hiper ajustados, botas con detalle de piel de conejo (eso o mató al peluche y se lo puso), mucho rímel y mirada provocadora. Me recordó mucho a alguien, pero como pasa muchas veces, no sabía exactamente a quién. De golpe lo entendí: ¡el hermano de V. se había puesto de novio con una chica igual a ella!

Camino a la fiesta, pregunté por Sigmund, pero nadie lo conocía.

lunes, 8 de junio de 2009

La celebración I

Salimos al mediodía. Yo necesitaba escaparme de La Plata por unos días, y V. necesitaba una acompañante terapéutica que sobrellevar la reunión familiar por el bautismo de su sobrina recién nacida. Me encantan los viajes en auto, así que el plan era bueno.
Quien haya viajado once horas con dos adolescentes sabrá qué corta fue mi ilusión de un viaje tranquilo. Por suerte, la música amansa las fieras y se hizo llevadero, cuando los chicos no gritaban y V. no amenazaba con hacerlos viajar en el baúl. En realidad lo que más me impresionó fue escuchar a mi amiga decirle a la hija, a las tres horas de viaje que si quería ir al baño iba a tener que esperar cien kilómetros más porque ella no iba a bajar el promedio (!). Comprendí que la locura al volante no tiene género.
Llegamos de noche. Tarde. Los padres de V. nos recibieron y luego de preguntar dos minutos por el viaje:


Madre

Ay V. hija, ¡no sabés lo cansada que estoy! Nuevamente nos juntamos todos acá. Cien personas vamos a ser. Hubo que contratar cuatro mozos, dos chefs. Va a haber una mesa de dulces, helados, una pata de jamón. Gracias a Dios que podemos hacer todo esto, con la crisis.

V. miró con cara de póker, pensando probablemente en el crédito que sacó para poder viajar.

Madre (ahora mirándome a mí)
Y yo con todo: comprar el tomate, la lechuga, la pata de jamón. Es tanto esfuerzo. Hay que estar atrás de todo. Ay, Moni, ¡no sabés el trabajo! Estoy rendida. Todo el día atrás de mi familia. Me desvivo para que no les falte nada. Y los hombres, Moni, no sé qué harían sin mí el Leo y mi marido. Me levanto a las cinco de la mañana para que tengan en la mesa el cafecito, las tortitas raspaditas calentitas. Corro, Moni, corro todo el día, bla, bla, bla…
(Les ahorro el detalle de todas las actividades diarias de la madre de mi amiga. Baste decir que eran muchas).

Todos, y en particular V. que había manejado once horas, necesitábamos dormir. Sin embargo, la hermana de V. insistió en que ella fuera a conocer a la sobrinita. Y fuimos. Porque, les recuerdo, fui de paragolpes.

V. (tomando a la bebé en brazos)
Hola, bebé, hola, hermosa, hola mi vida. Acá está tu tía. Hola tía, ¿cómo estás? Hola tía preciosa, mi amor.
(Mi amiga continuó refiriéndose a la bebé como “tía” durante los días venideros sin razón aparente. Le preguntaría el por qué a mi psicóloga si no fuera porque por ahora estoy concentrada en entender cómo mi vida se transformó en una mala temporada de Sex and the City).
Qué linda tía, qué bebé más hermosa. Yo no fui babosa nunca, ni con mis hijos, pero esta es la bebé más linda que haya visto.

Al lado, la hija de mi amiga levantó la mirada. Creo que hasta pude ver como esos enormes ojos azules se oscurecían.