viernes, 28 de enero de 2011

En el cuadrilátero

Fue el primer hombre al que admiré profundamente.

Fue el mejor maestro que tuve. Me enseñó lo que debía, me prestó libros y discos, me enseñó de cine y me contó su vida. Me hizo sentir que no estaba sola. Que ser sensible no era malo, que ser un poco antisocial era interesante. A esa edad, que me preguntaran mi opinión era sorprendente, que me valoraran intelectualmente, maravilloso.

Él me enseñó que el que ama alumbra con su luz al sujeto amado. Y que cuando no te quieren, el que pierde es el otro, porque pierde el halo que lo hacía brillar.

La tarde que me propuso ser su amante, tuve de él mi última lección. Quise creerle tanto, que nunca vi lo raro que era que tratara con una adolescente de igual a igual. Mientras lloraba y caía en la cuenta de lo ingenua que había sido, él me abrió la puerta, me miró y me dijo:

“ - Estás sufriendo porque te decepcioné. Quiero que sepas que te entiendo. Cuando yo era chico, me encantaba el boxeo. Mi héroe era Ringo Bonavena. Lo miraba en el ring y pensaba que era más que un humano. A los 13 años vi la pelea que le ganó Cassius Clay. Lo vi tirado en la lona y me puse a llorar. Ringo no podía perder. Perdí un ídolo. Me sentí humillado, defraudado. Así como te sentís vos.

- Pero no te preocupes porque no te vas a sentir así mucho tiempo. Ahora crees que es para siempre, pero no es así. Vas a llorar hoy, mañana, pasado. En una semana te va a doler, pero no va a durar más de diez días. Creeme, ningún dolor dura más de diez días. Nunca vas a creerle a nadie más. Ahora sos más grande. Por eso no te pido disculpas, te hice un favor.”

Tuvo razón en algo: al décimo día no sufría más por él. Pero pasaron diez años hasta que logré sacudirme la maldición, hasta que pude volver a sentir, hasta que dejé de sentirme una idiota por pensarlo mejor de lo que era.

Pero todavía no volví a confiar.